Quien me anunciaba esta tarde su pérdida fue el mismo que me advirtió, meses atrás, que la cornada era severa. Estaba tan afectado contándome su despedida como lo está, posiblemente, media Sevilla.
Recuerdo aquel jueves de este pasado diciembre, primer día de besamanos macareno, cuando me lo encontré en el patio de la Basílica. No sabía que sería la última vez. Nos saludamos y mientras yo esperaba a quien me anunciaba esta tarde su pérdida. Después, el destino quiso que los tres coincidiésemos hablando del Real Betis Balompié por los viejos adoquines en el camino que conduce desde el Arco a Casa Mariano.
Yo me consideraba afortunado allí, desde la tribuna del viejo mostrador de regusto rancio a Pumarejo, observando a mi amigo y al tabernero, tanto al de dentro, como al de fuera, como tomaban el pulso a esta ciudad de la mejor manera que se puede tomar en esta ciudad, con buen humor. Noté, mientras contaba cualquier cosa, la importancia de esa cornada en unos ojos que quizás, ya no volverían a ver esa plaza, ni esos adoquines macarenos, ni esas gestas que vendrán desde el Villamarín. Esos ojos no eran aquellos que llevaban la olla de caracoles desde su taberna a la Velá de su cofradía, en la carpa que se instalaba en la parte trasera de su Santa Catalina.
Nadie le cantó una saeta al armazón del paso de cristo de la Exaltación al pasar por la Plaza Rialto, salvo él, en una de esas mañanas de mudá soleadas de ambiente cofrade, Tremendo y Rinconcillo, aunque él no cantaba saetas, ya lo decía Gandía. Desde ese día supe que era único, porque esas cosas no suelen ocurrir a menudo. En una taberna de Santa Catalina ocurrían esas genialidades que desde hoy, se han quedado sin quitapesares para siempre.
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