En la cal de una fachada. Ahí, en ese verso que es el arranque de una soleá que no tiene más remate que la lentitud declinante de este sol de julio, soñó Juan Sierra a la Macarena. «En vino blanco, en romero, / en la cal de una fachada, / yo te pienso cuando quiero, / ¡lirio de la madrugada!» Así imaginaba Sierra a la Muchacha que el lunes se visitó de blanco y oro, como un torero que quiere detener el tiempo con sus muñecas cuando suenan los clarines de la alternativa. De blanco y oro. Como uno de esos cuadros en los que el artista se olvida de los detalles del mundo, y reduce la pintura a la máxima expresión de la luz. Como ese retrato que le ha dejado Carmen Laffón para que los siglos venideros sigan mirándola con los ojos del asombro. Como la cal de una fachada del antiguo barrio de San Gil incendiada por esa «brisa que quema y no arde, / clavel de donde consume / su más secreto perfume / todo el oro de la tarde».
Mujeres silenciosas iban dándole a Garduño los alfileres y las mariquillas. Mujeres privilegiadas que sostenían esos metales tan nobles como populares en la penumbra amorosa del camarín. Una toca que estaba hecha polvo, literalmente descosida, resurgió de sus cenizas cuando se la colocaron alrededor de esa asimetría que convierte su rostro en la hechura perfecta de la Mujer. Fuera, la ciudad ardía. Las noticias repicaban en el campanil achicharrado de los teletipos. Dentro, ese rumor basilical que convierte el templo en una calle cubierta del barrio, en un lugar donde se está tan a gusto que los relojes se quedan olvidados en este rincón de la gloria.
Como decían la otra noche dos amigos acodados en la barra de un bendito bar, al final lo importante está en la Macarena. Se va un año y viene otro, pero Ella siempre se queda, como escribió Joaquín Caro Romero, el poeta macareno por excelencia, el que fijó su edad en los diecinueve abriles que cumple cada mañana. Subir a esa habitación que los suyos le han puesto en la casa de vecinos de su basílica, a ese camarín donde sus perfiles se duplican en los espejos versallescos que rompen todas las simetrías imaginadas por el Arte, es olvidarse del mundo y sus aristas. Situarse frente a Ella, rozar la eternidad con las pupilas cuando nos reflejamos en esos ojos que se abren a la urbe y al orbe, al pasado y al porvenir.
Entonces comprendemos, con la ecuación del escalofrío, que la vida cabe en esa mirada. Todo está concentrado en esa forma de entender la vida que espera al otro lado de la muerte. Ése es el resorte que La impulsa a salirse del paso. Lo suyo es salir al encuentro. Imantar al que busca su nombre cuando se pierde en la niebla de la desesperación. Que nadie pregunte el porqué, porque no hay razón que pueda explicarlo. Pero al verla así, de blanco y oro, alguien sintió que ésos eran los colores más puros de la Esperanza.
Paco Robles ABC 5 de julio Sevilla